La pequeña Aldea del Valle siempre había vivido en armonía con la naturaleza. Allí, cada estación traía consigo una historia, pero las lluvias eran las más esperadas. No porque fueran necesarias para los cultivos, sino porque traían consigo una magia especial.
En la casa más antigua del pueblo vivía Mateo, un anciano de ojos brillantes y sonrisa serena. Todos los niños acudían a él cuando comenzaba a llover, pues decían que podía escuchar los susurros de la lluvia.
Una tarde de mayo, cuando el cielo se cubrió de nubes grises y las primeras gotas comenzaron a caer, Sofía—una niña curiosa y soñadora—decidió descubrir el secreto de Mateo.
—Abuelo, ¿qué te dice la lluvia? —preguntó con el corazón palpitante.
Mateo sonrió y señaló la ventana.
—Escucha, pequeña. No es solo agua cayendo. Son historias, son recuerdos, son respuestas.
Sofía cerró los ojos y, por primera vez, intentó escuchar con el alma. Al principio, solo oyó el suave golpeteo de las gotas sobre el suelo, pero luego… algo cambió.
Un murmullo tenue, como si alguien le hablase al oído.
La lluvia le contaba sobre los viajeros que habían cruzado aquel valle en busca de su destino. Le hablaba de los árboles que habían crecido gracias a su abrazo. Le susurraba secretos de tiempos antiguos.
Cuando abrió los ojos, vio a Mateo mirándola con ternura.
—¿Lo escuchaste? —preguntó él.
Sofía asintió con emoción.
—La lluvia no solo cae, abuelo… también habla.
Mateo rió y le revolvió el cabello con cariño.
Desde aquel día, Sofía nunca volvió a ver la lluvia como antes. Ahora sabía que, cuando el cielo lloraba, no era tristeza, sino una canción de la Tierra. Y cada gota traía consigo un mensaje que solo aquellos con un corazón atento podían escuc
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